30.1.10

LA ILUSIÓN ES UN PERRO DE PAJA



Una hora fue suficiente, sin embargo debería permanecer cinco minutos de rigor, era viernes de quincena, los ríos de gente al salir de los vagones del metro eran infinitos, quién le manda habitar una ciudad de millones de personas abarrotadas, además era primer día de puente, por lo menos para ciertos sectores de la clase jodida-media. ¿Cita a ciegas?
-No mejor nos vemos a las cinco en Taxqueña. Le dijo ella a él
-Bueno va. Dijo él
Le había permutado una agradable charla de café en Insurgentes y una posible salida a bailar, bailar, como si fuese cosa de diario salir a divertirse. Hacía más de tres años que no movía el cuerpecito, mucho menos salía a ningún antro con alguna mujer que haya conocido, a él le había parecido adecuada la propuesta de ella, que en vez de sacar astillas en la pista de baile se fueran a sorber algunas cervezas, no había problema, y quizá podrían hablar más a gusto de cómo es que los tiempos habían cambiado desde que la dejó de ver, que ahora podría ser distinto, que los ojos de ella le inspiraban múltiples situaciones amorosas, y todo eso le diría sin emplear el sustantivo amor, porque él ya no creía en esa palabra, que la experiencia que había creado alrededor de él mismo le indicaba que ahora era tiempo de estar con ella, precísamente porque había sido una especie de indicación del destino, lo que el destino fuera lo que significara; aún tenía algunas trazas de fe medieval. Él la había elegido porque no había podido olvidarse de ella a pesar de los años y de cientos de vivencias entre las personas que había encontrado.
Miró el reloj de su celular, 30 minutos tarde, no había de qué preocuparse, seguramente llegaría y saldían volados al antro. Vio a dos pedigüeños que se dedicaban a dar lástima y así recolectar dinero, sus ojos estaban ausentes, sus palabras eran bajas, bisbijeaban en vez de hablar, pedían dinero a ancianas y jóvenes, a señoras piadosas,esos limmosneros estaban ahí con él, esperando cosas distintas pero esperando.
Llegó una mujer parecida a ella, se alertó, se contrarió, volvió a observar el reloj de su celular, mandó un mensaje que no obtuvo respuesta, salió del andén para fumar, posiblemente al regreso ella ya estaría esperándolo y todo se resolvería en una agradable plática y por qué no un poco de cerveza para soltar las palabras, terminó su cigarrillo, regresó al mar de gente que nacía de las grises cajas de los convoyes que llegaban con industrial monotonía, se desesperó, juró que jamás haría esperar a nadie; la espera es un sufrimiento inecesario, y ahí estaba, sufriendo sin necesidad, quizá simplemente con deseo de esperar una señal, una llamada que le aclarase la situación, que lo sacara de esa piscina de personas con rostros absolutamente ajenos, que le provocaban sentirse como hamster en medio de una estampida de cebras, y él esperando, y los limosneros recorriendo el andén, y los ancianos, amantes que se encontraban y se besaban con deseo, trabajadores, estudiantes, policías, guardias, mujeres de vestido entallado, jovencitas que llevaban a otras jovencitas de la mano, novios con sus novios, extranjeros tratando de encontrar la salida para la central de autobuses, vendedores de linternas, obreros y maestros, burócratas y malhechores, tipos que no sabían dónde estaba la entrada del tren ligero, hombres de campo que arrastraban a sus tres hijos a la salida, hambrientos que pedían frituras, comida rápida, algo barato qué llevarse a la panza mientras aguantaban a llegar a sus casas se mezclaban todos mientras una señora amamantaba a su crío al tiempo que vendía chicles y cigarros mientras su pezón quedaba al aire, trabajadores quisquillosos que lo miraban a él suponiendo que haría algo indebido y que seríia arrestado simplemente por esperar.
En un puesto de lotería que estaba enfrente algunos señores y señoras ya maduros observaban las listas de infinitos números tratando de encontrar el suyo, deseando que la suerte numerológica les cambiara su parca existencia, la lotería era un juego para personas solitarias, al menos eso quería creer, a la hora de creer que seguiría esperando, que él era un número entre números, que él se estaba quedando pequeño.

Una hora, cuando se espera una hora es porque el negocio era muy importante, o la personaa era súmamente importante, una hora era suficiente, para rematar juzgó que cinco minutos serían la cereza del pastel.

Pasaron los cinco minutos.
Él regresa a casa, toma el metro, 45 minutos después llega a Cuatro Caminos, sube al microbús, se sienta e inmediatamente un orangután lo empuja contra el vidrio,en el paradero hay mucho tráfico de mucrobuses que desean salir con su pasaje, un viernes de quincena común y corriente, el orangután luce asqueroso, la gente del microbús es neutra, lo mismo sería si a todos se los cargara una tormenta, si se los llevase lejos, lo dejaran en paz: fue una mala elección salir un día de quincena que cayera en viernes y en puente, la gente desea exiliarse de su diario trajín y al hacerlo cae en otro diario trajín: el encuentro con la masa de ciudadanos, con la miasma infinita, con el insano roce de cuerpos y miradas lascivas, con los toqueteos inoportunos y las esperanzas hechas polvo, esperanzas que se renovarán una y otra vez como si se tratase de una tela de araña que se rasga y es vuelta a tejer por la araña del destino manifiesto, la masa de gente a mitad del paradero de Toreo.

Pasaron 30 minutos.
El microbús se enfila al Periférico, al estúpido e inútil Anillo Periférico, a esas horas todo un viacrucis, se templa la paciencia, se tocan las cuerdas de la razón, se pone a prueba el ánimo y se piensa en asesinar en eliminar en permanecer en silencio mientras se sale de ahí, con resignación frente a la relidad más obscena. Él mira la negrura del cielo que a veces es cortada por el esqueleto de un puente que construyen para dar paso a más carros a más caos a más mierda.

Dos horas después.
Él baja en las calles insultantes, silenciosas, lo único que quiere es llegar a casa y no saber nada más de esa ciudad, cerrar sus ojos, abandonarse al silencio de la noche, para no esperar nada ni a nadie nunca más.

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